Lo Espiritual
Después de mudarme a una pequeña casa mágica en lo alto de un cerro y montar mi taller, empecé a leer la Biblia. Era la primera vez que la leía. No porque me hubiera vuelto religioso, sino porque quería encontrar nuevos temas para mis próximos cuadros. Pensaba que la mayoría de las emociones humanas universales, como la codicia, la envidia, la lujuria, la compasión, etc., podían encontrarse en ese libro.
1995
Unos años antes, había vivido en Boston, en el Piano Factory, un edificio industrial remodelado y convertido en un lugar exclusivo para artistas. Me rodeaban pintores, escultores, actores y músicos. A cinco cuadras de allí estaba mi taller, un enorme galpón rodeado de narcotraficantes, ladrones de autos, asaltantes y prostitutas. El día que me mudé al taller, para estar de buenas con los vecinos problemáticos, organicé una fiesta con un amplio surtido de barriles de cerveza y los invité a todos a una exposición de mis pinturas. Además de pasar una noche muy divertida, la fiesta tuvo un resultado gratificante. Todos ellos se volvieron mis amigos y, en consecuencia, mis férreos y leales protectores. A partir de entonces, siempre me sentí seguro caminando a mi taller. Es allí donde pinté mi serie de cuadros "Almas espirituales".
1995
Tras vivir veintidós años en Boston y haber realizado más de veintiséis exposiciones, me trasladé a Gallup, un pequeño pueblo en el suroeste, no lejos de la capital de las naciones Navajo, Hopi, Ute y Zuni. Enseguida me sentí en casa allí. Los muchos eucaliptos y paisajes áridos me recordaban a Chile. No había bullicio, ni modas, ni tendencias, y ningún lugar donde se pudiera tomar un café capuchino, lo que me encantó. Una de las primeras personas que conocí al llegar fue un fotógrafo checo llamado Milan Sklenar. Él llevaba un tiempo viviendo allí y me presentó a algunos miembros de las tribus indígenas de la zona. En su jeep, recorríamos largas distancias hasta llegar a pequeñas aldeas donde los residentes nos invitaban a sentarnos en los tejados de sus viviendas de adobe para presenciar las ceremonias de la danza sagrada de la lluvia. Algunos de estos rituales duraban días sin interrupción. El baile monótono, acompañado por el ritmo constante de los tambores, nunca dejó de hipnotizarme. Todo ocurría en zonas o regiones aisladas de las que los turistas nunca habían oído hablar o visitado, o si lo habían hecho, no se les permitía entrar. Milan gozaba del respeto y la confianza de los indígenas locales y era el único hombre blanco al que se le permitía entrar en su territorio. Siendo yo su amigo, los sacerdotes de las distintas tribus me daban automáticamente la bienvenida. Estas experiencias tuvieron una profunda influencia en mi arte. Me enseñaron a ser perseverante y a tener fe en mis sueños y visiones.
1996
Los cielos del sudoeste eran impresionantes y las montañas majestuosas. Pensé que si Dios vivía en algún lugar, sería allí, en Nuevo México. Había una espiritualidad en el aire que lo impregnaba todo. Esto me llevó a mirar más allá de los horizontes inmediatos y, al mismo tiempo, echarle una mirada a mi interior. Después de una profunda introspección, por fin creí entender en qué consistía mi arte, lo que me llevó a escribir un manifiesto titulado Arte Niño-Viejo.
1997
Después de escribir el manifiesto, viajé a Boston para una exposición de mi última obra, Old Child Visions (Visiones de Niño-Viejo). Dado que iba a estar allí poco tiempo, me hice con material artístico y pinté una serie de cuadros rápidos. Cubrí los lienzos con una capa muy gruesa de Gesso para crear un fondo de elevada textura que luego bañé con pintura al óleo muy diluida. Buscaba el efecto de espontaneidad y fluidez de la acuarela. Los cuadros tenían una sensación terrosa, quizá para expresar mi encanto con Nuevo México.
1997
Cuando volví a Gallup, había tomado la decisión de mudarme a Santa Fe. Empaqué mis cuadros en la parte trasera de mi camioneta y me marché. Mostré mi trabajo a varias galerías y recibí una amplia respuesta positiva. La primera de ellas fue Turner Carroll, que me presentó al pintor mexicano Abel Galván, el único artista latino de la galería. Al instante nos hicimos buenos amigos.
Al final, sin embargo, firmé un contrato con Meredith Kelly, una galería completamente nueva. La propietaria era una canadiense llamada Mary Kelly, que acababa de llegar de Canadá. Me consiguió un estudio y se aseguró de que tuviera todo lo necesario para pintar. El estudio era adecuado pero pequeño, no tenía ducha, así que tenía que caminar una gran distancia todos los días para ducharme en el YMCA. Cuando llegó el día de la exposición, me sorprendí. Mary Kelly había organizado el evento de la manera más grandiosa. Contrató a un equipo de jóvenes, todos vestidos con trajes que parecían los uniformes de la Guardia Suiza del Vaticano, como anfitriones. Instaló una alfombra roja que iba desde la calle hasta la puerta de entrada de la galería, donde todos los invitados debían mostrar sus tarjetas de invitación antes de ser admitidos. También me entregó un montón de bolígrafos de oro de 24 quilates para que firmara autógrafos en los catálogos bellamente diseñados que había hecho. Además, sabiendo que me encantaba el vodka, se aseguró de que hubiera un generoso suministro en todo momento en la trastienda.